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viernes, mayo 3, 2024

Enfermos del libro

Debes leer

Víctor Manuel Ramos

 

 

Miguel Albero es el embajador de España en Honduras. Él, además de su profesión diplomática, es narrador –autor de novelas y cuentos-, poeta galardonado y ensayista. Pero sobre todo le consume un mal que él mismo ha clasificado en su estudio de las bibliopatías: padece de la pasión por las primeras ediciones o devoto de su alteza. En uno de nuestros encuentros me ha obsequiado con un ejemplar de su libro Enfermos del libro. Breviario personal de bibliopatías propias y ajenas, cuyo éxito le ha valido ya una segunda edición con el patrocinio de la Universidad de Sevilla.

En él nos hace un estudio muy suyo y cargado de ironía de todas las enfermedades de los humanos relacionados con los libros. Su tratado es sumamente completo, aunque él lo llama breviario, porque no solamente nos describe los síntomas y signos de esos padecimientos, sino que también nos lleva a la disección completa y esmerada de cada uno de los elementos anatomopatológicos de cada enfermedad, sus consecuencias, sus temibles peligros de contagio, sus pronósticos y, si todo esto fuera poco, nos propone los más interesantes menjurjes, grageas, sobaduras, inyectables que podrían conseguir la cura definitiva o, aunque sea, una disminución de la gravedad de cada uno de estos males, algunos más graves que otros, si es que se les puede adjetivar con tan terrible vocablo

Albero, para mayor entendimiento de sus propuestas de sistematización de estos quebrantos de la salud relacionados con los libros, no muestra ejemplos singulares de cada enfermedad, relatándonos casos emblemáticos, entre los que se incluye él mismo como amante de las ediciones príncipe, cuyo mal confiesa paladinamente sin que asome atisbo alguno en mostrar interés por buscar una cura definitiva.

Nosotros, los hondureños, no hemos estado exentos de esos males. La bibliofilia la practicaron con vehemencia José Cecilio del Valle, Dionisio de Herrera, Rafael Heliodoro Valle, Esteban Guardiola y Óscar Acosta, para mencionar unos cuantos ilustres. Aunque son más caracterizados nuestros casos de bibliofobia con su rama de bibliopersecuaión: Fue en el régimen de Villeda Morales cuando se emitió un decreto para perseguir a los libros y a sus dueños, persecución que ya se hacía desde antes sin respaldo de ley alguna. Se creó entonces una policía monocromática que perseguía los libros que ellos consideraban rojos. Tener una biblioteca convertía a su dueño en un sospechoso. A mí mismo, en un regreso del extranjero, en la aduana del aeropuerto la policía me prendió por traer libros que ellos consideraron rojos. Esos libros me fueron confiscados, pero un agente tuvo la amabilidad de devolverme uno que pensó inocuo: La sagrada familia de Marx y Engels. Julio Andrade Yacamán, nos vendía, a los universitarios, en su librería Atenea situada frente al costado norte de la catedral, libros del Fondo de Cultura Económica y de Grijalbo. Los que estábamos interesados teníamos que ir tras los estantes para ver las novedades y las que escogíamos eran envueltas muy bien para no despertar sospechas al salir a la calle.

Guillermo Emile Ayes, yerno del General Carías, que también perseguía a los rojos y a sus bibliotecas, importaba, amparado en cierto grado de inmunidad, libros prohibidos que entregaba a los operarios de su imprenta La Democracia. Más recientemente, la ministra de cultura del régimen golpista de Micheletti, Myrna Castro, ordenó quemar los libros de las biblioteca que ella consideró contrarios al ideal democrático (?) del país. Algo similar hizo un director de nuestra Biblioteca Nacional: tiró los libros viejos a los barriles de la basura.

La rectora de la UNAH, Ana Belén, al ser preguntada si le gustaba leer, contestó indefectiblemente que sí, pero cuando el periodista arremetió con otra pregunta para saber que leía, contestó que Leía El principito. Similar respuesta dio una joven periodista cuando se le preguntó, en una entrevista de farándula, si le gustaba leer, contestó que no. Y algunos de mis alumnos, en la Facultad de Medicina, fueron a acusarme, a la Fiscalía, de obligarles a leer. Dos libros desaparecieron antes de ir a las librerías: el de un jerarca militar que fue requisado por orden directa del Jefe de Estado (nos hizo perdernos de las delicias de los versitos de este noble soldado, conocido como el poeta chafa) y el otro, el del nuestro poeta Edilberto Cardona Bulnes, cuyo libro Jonás se perdió su edición completa- durante su traslado entre Costa Rica y Tegucigalpa. Vi hace poco dos ejemplares que guarda Rolando Kattán, un bibliómano de nuestros días.

Albero nos define con precisión bibliofilia, bibliofobia, bibliofagia, biblionegociante, bibliocleptómano y otras bibliopatías más con sus respectivas derivaciones. Todo descrito con un lenguaje fluido, con una sencillez especialísima, con un torrente de datos .

No deja de mostrar su escepticismo, el embajador Albero, sobre el futuro de estas patologías frente a la posibilidad de la desaparición del libro.

 

 

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