Llegó la lluvia, y con ella el resucitar de Rafael Nadal, en ese momento contra las cuerdas, y el caer de Alexander Zverev, derrotado finalmente cuando se le había puesto casi todo a favor.
Casi todo, porque el agua intercedió y varió por completo el rumbo de una final emocionante y extrema, de meneo en meneo y fraccionada en dos.
Una, la que aconteció hasta que irrumpió el agua, con un intercambio de zarandeos y la inercia positiva del alemán; y después la otra, cuando las nubes empezaron a escupir, se detuvo la trama y Nadal recobró su dimensión.
Entonces sí, 6-1, 1-6 y 6-3 (en 2h 09m). Es decir, otro laurel para el de Manacor, el 32º de un Masters 1000, 78º de su carrera y el octavo en Roma, lo que significa además que le arrebata de nuevo el número uno a Roger Federer y volverá a aterrizar en Roland Garros en estampida.
Zverev quiso agitar la final desde el principio. Lícito propósito, mala idea. Quebró el servicio de Nadal a la primera, pero fue simplemente un espejismo. Munición de fogueo. Para cuando pestañeó, el alemán (21 años) ya había encajado tres roturas e iba 5-1 en desventaja, menguando cada vez más porque el mallorquín activó el piloto automático y llegaba a todas, las pusiera donde las pusiera.
Ni las más anguladas obtenían recompensa, porque el número uno tiene gasolina y piernas para dar y regalar. Pagó muy cara Zverev la afrenta, esa osadía del principio. Si de por sí Nadal ya encara las finales con el colmillo afilado, ese envite del comienzo reforzó su ímpetu y su hambre, el deseo de dejar las cosas claras: sobre la arena solo manda uno.
Durante media hora, el balear jugó a placer, exhibiendo lo mejor de su catálogo. Cabalgó, pegó y se recreó con la derecha, y Zverev fue desmoronándose punto a punto. La sangría en el primer parcial fue tremenda.
El alemán, confundido por esa sucesión de bofetadas, inmóvil y anulado frente al ogro, no pudo salvar un solo turno de servicio, así que la estadística fue cruel: 27% de puntos rescatados con primeros y 29% con segundos. Es decir, una miseria. Nadal le apretó y apretó hasta asfixiarlo, trazando una frontera gigantesca. Sobre arcilla, la faena que ahora ocupa, hay uno, dos, tres o 10 abismos entre él y Zverev, entre él y el resto.
Enorme mérito, pues, la victoria de Dominic Thiem en la Caja Mágica la semana pasada. El austriaco, que también le birló una victoria el curso pasado (Roma) y otra hace dos años (Buenos Aires), merece un monumento.
Tampoco es nada sencillo hacer lo que hizo Zverev. Lo lógico, o al menos lo previsible, es que después de la andanada se hubiera venido abajo. Un derrumbe anímico.
Sin embargo, pese a su juventud ya ha adquirido mucho poso, asimila con naturalidad la presión y sabe lidiar con las malas circunstancias, de modo que hizo un razonamiento sensato: el plan no funcionaba; luego había que cambiarlo. Desbordado en el mano a mano desde la línea de fondo. Decidió dar un par de pasos hacia adelante para ganar metros y dirigir el pulso hacia la red. Y dio con la clave.
En 40 minutos, los que empleó para sellar el segundo set y equilibrar la tarde, volteó por completo el escenario. Devolvió el escarnio de la primera manga y aturdió Nadal con el filo de su revés. Igualó y puso el contador a cero, como solo un elegido puede hacerlo.