Hondureño relata cómo cruzó la ruta del «infierno» rumbo a EEUU

En imagen, Rigoberto Rosa

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SAN PEDRO SULA. Rigoberto Rosa nacido en un pueblo con diversas dificultades sociales, una vida llena de deudas y muchos compromisos.

A sus 25 años de edad y ya casado era difícil sostener una familia, un hogar con muchas exigencias, su trabajo como albañil no daba para lo suficiente. Pasó un año (26) y por la mente se le vino emigrar hacia los Estados Unidos de Norteamérica en busca de una mejor calidad de vida.

Lo pensó… y mucho, para su esposa Blanca Olinda no era fácil, dejar ir a su esposo a sabiendas que así como partía podría nunca volver por la mortífera ruta hacia el país del norte.

Ahora con un nudo en la garganta, su voz medio entrecortada y con semblante de tristeza recuerda aquel año donde tuvo que tomar la impactante decisión.

Pasaron los días y lograron reunir alrededor de 110,000 lempiras para pagar a un “coyote” que lo llevara al “otro lado”, en ese abril de 2003 hubo de todo: tristeza, clima de llanto y drama por pensar que nunca lo volverían a mirar.

Rosa Aranda inició su camino en medio de un cielo azul, con aire puro y fresco, sabiendo que se iba a someter a desiertos, cañones y peñas áridas, con una seguridad en la zona de la frontera extrema y a altas temperaturas que son mortales para quienes intentan ingresar ilegalmente a los Estados Unidos.

Para este hondureño recorrer la ruta fue agotador en su momento y debía actuar de manera estratégica para evadir la vigilancia, sabiendo que cientos de sus compatriotas perecieron en el intento junto con sus mochilas y escasas pertenencias dejando sueños en el desierto; la mayoría no deja rastro de quiénes son ni de dónde vienen.

“Riguito”, cómo le dicen de cariño, supo siempre que durante el duro trayecto lo acompañó la muerte pero su confianza en Dios estaba por encima de cualquier cosa, a veces tuvo que pasar cerca de lugares donde se localizan territorios usados por carteles mexicanos para traficar droga y donde de roban entre sí a los grupos de inmigrantes.

Para él no fue fácil transitar donde la sombra no existe y donde una escasa vegetación sobrevive bajo intensos rayos del sol o las heladas temperaturas de la noche, recordar que “la migra jamás me domó porque me hizo los mandados”, es popularizada y esperanzadora para algunos indocumentados.

Su anhelo por trabajar “en lo que sea” en EUA para mejorar su vida y la de su familia donde ya había un tierno de varios meses de vida por quien velar, se mantuvo vivo. En el primer viaje fue menos difícil, pero en el segundo arriba de los 30 años de edad fue raquítico.

Rigoberto relata que pasar el “Río Bravo” fue una de las peores escenas durante el camino porque pensó que iba a morir, sabiendo que no podía nadar veía la situación muy complicada, su “coyote” de aquel entonces le colocó unas herramientas para poderlo pasar de un sitio a otro, pero cuando iba en medio del momento pensó que se hundiría y se apagarían los sueños llevados de Honduras.

Afortunadamente pasó el gris momento, su otro reto era “la bestia” o el tren en el que se cuelgan miles de migrantes en busca del “sueño americano”. Aquel joven estaba consiente que debía estar atento a cualquier suceso, ya que algunos durante descansan son asaltados o lanzados del tren y terminan siendo mutilados; comenta que gracias a la misericordia de Dios nunca ocurrió tal cosa con él.

“Una mujer del municipio de La Unión casi muere cuando intentó unirse al tren, la verdad pensé en ese momento que hasta allí llegaría”. Le preguntamos por el nombre de la fémina; sin embargo, Rigoberto prefirió callar por motivos aún desconocidos.

Autoridades migratorias dicen que hallan a muchos centroamericanos deshidratados, inconscientes, con los pies destrozados por tanto caminar, abandonados por los “coyotes”. Muchos caen en acantilados pues de noche no se dan cuenta del terreno que pisan y “nadie se da cuenta que quedan allí”.

Para este catracho fue difícil tener cerca barrotes de hierro puestos sobre el lomo del terreno montañoso y con acantilados, simbolizando el punto entre la libertad y el terreno al que se ingresa para esconderse de la “migra”, un terreno ampliamente custodiado por tecnología, torres con cámaras que vigilan millas a la redonda, sensores de movimiento en suelo montañoso o desértico y aviones no tripulados que detectan movimiento y calor de cuerpos de día y de noche.

Por él, porque dejó todo lo que más ama buscando lo que más necesitaban, desplázandose a cinco mil kilómetros de distancia, por los sin quejarse del sol, la lluvia o el trabajo, sólo  de la soledad y la nostalgia. Para Rigoberto esto sin duda son sentimientos que ningún billete verde puede aliviar, porque por muchos meses su mejor salario fue la foto de sus hijo y esposa sonriendo, porque se dio cuenta que no era tan bonito como lo contaban y en ocasiones mandó mil postales sonriendo ocultando mil tristezas.

Cuando Rigoberto arribó a los Estados Unidos fue un aliento diferente, donde familiares lo recibieron para que este se hospedara y comenzara a trabajar lo más pronto posible, Aranda sabía que debía cancelar lo prestado para pagar dinero entregado al “coyote” primeramente, estando en los EE.UU. se enteró que su deuda de 5,000 lempiras que lo asfixiaban aquí en unos de los bancos de Honduras, había sido cancelada sin sabida justificación, en ese instante se dijo “por qué no ocurrió esto antes Dios y así no hubiese salido”, pero él entendió que todo fue un propósito de Dios.

Con los años pagó lo que debía pagar, mandó dinero a Honduras para ir construyendo su casa, cosa que aquí él sabía no iba poder lograr, en su segundo viaje compró su “carrito” que tanto necesitaba.

Rigoberto Rosa dijo a Diario Tiempo que ir a los Estados Unidos por esa vía no es nada fácil, pues algunos mueren, sus cuerpos son devorados por coyotes, zopilotes u otros animales y en una semana quedan solo huesos.

Durante su aventura llevaba una garrafa de agua y una pequeña porción de comida, en unos de los viajes tardó siete días en llegar pero en el otro no tuvo tanta fortuna.

Hoy día este hondureño vive para contar su compleja travesía, “vivir en Honduras no es fácil pero hay que tener paciencia, acá no hay que esperar ganar como en Estados Unidos porque allá se gana en dólares, a veces hay trabajo y en ocasiones no pero Dios siempre provee”.

Rigoberto vive respaldado de 14 años como miembro de iglesia evangélica en la Aldea de El Corpus, Copán, creyendo que su fe y dedicación hacia el Creador tendrá a final una hermosa recompensa.

A sus 38 años de edad, 13 años de casado con su pareja y un hijo, forman de la vida de Rigoberto, un ambiente de paz, tranquilidad y felicidad. También recomendó a los jóvenes que piensan salir de Honduras por alguna problemática, que sepan a qué se enfrentan; que sobretodo depositen su confianza en Dios para ser alguien bueno en la sociedad que tanto demanda.

 

 

Redacción web: J. Ariel Trigueros