Redacción. Una foto familiar, una celebración de cumpleaños. La imagen proyecta felicidad: una pareja sonriente, un hijo soplando las velas.
Sin embargo, detrás de esa fachada, se esconde una realidad cada vez más común: la convivencia de exparejas. Este fenómeno, motivado por el miedo, las finanzas o el bienestar de los hijos, se convierte en un laberinto emocional donde el dolor se disimula con sonrisas forzadas y silencios.
Según estudios recientes, entre el 20% y el 30% de las exparejas en España continúan compartiendo hogar después de la ruptura. Las razones son variadas, pero las principales son económicas, el alto costo de la vivienda y el deseo de evitar un cambio drástico en la vida de los hijos. Esta «separación aplazada» crea una tensión palpable. La expareja duerme en cuartos separados, se turna en la crianza, comparte gastos y listas de compras, pero también reproches, desidia y, sobre todo, muchos silencios.

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La presión social y el mantra «hay que llevarse bien por los niños» obliga a muchos a fingir. Se convierte en un pacto tácito, un papel que interpretar para mantener la ilusión de una familia unida. Se organiza un cumpleaños, se responde con simpatía en los chats del colegio, pero por dentro la tristeza y el dolor se acumulan. La pregunta es inevitable: ¿es más beneficioso para los hijos vivir en una mentira que enfrentar la verdad?
Desafío
La verdad, sin embargo, implica un gran desafío. Significa enfrentar mudanzas, horarios y, en ocasiones, perderse la mitad de la infancia de los hijos.

El reto, en última instancia, es ser honesto y valiente, y optar por una vida auténtica, aunque sea más difícil. Quizás no se necesite una relación modélica, solo basta con no hacerse daño y empezar a vivir con los hijos, mostrando las grietas, pero con verdad.