Redacción. El proceso fúnebre del papa Pío XII, fallecido el 9 de octubre de 1958 a los 82 años, se convirtió en un episodio marcado por incidentes inusuales y perturbadores.
A diferencia de la solemne exposición del cuerpo durante varios días, tradicional en los funerales papales, el estado del cadáver de Pío XII, cuyo nombre de pila era Eugenio Pacelli, se transformó en una pesadilla para el Vaticano.
Pío XII murió en Castel Gandolfo, la residencia papal estival, tras un rápido deterioro de su salud que duró tres días. El doctor Riccardo Galeazzi-Lisi, oftalmólogo y jefe del cuerpo médico del Vaticano, acompañó al pontífice en sus últimos momentos y jugó un papel central tanto en sus días finales como en la controversia que rodeó su embalsamamiento.
Le puede interesar: Respeto y solemnidad: los looks de las líderes femeninas en el funeral del papa Francisco
El papa había expresado su deseo de no ser embalsamado, prefiriendo, según su testamento, ser enterrado «tal como Dios lo había hecho». La petición abrió la puerta a que Galeazzi-Lisi propusiera un método experimental, la «ósmosis aromática».
Según ese procedimiento, el cuerpo absorbería «resinas volátiles y ciertos aceites y otras sustancias con acción desoxidante». Galeazzi-Lisi impregnó el cadáver con aceites y hierbas, envolviéndolo en celofán.
El cálido clima otoñal de Roma exacerbó los efectos. En cuestión de horas, el cuerpo comenzó a descomponerse rápidamente. Los gases de la putrefacción causaron una hinchazón dramática, deformando el cuerpo, que era delgado en vida.
Explosión del cuerpo
El momento más crítico ocurrió durante el traslado a la basílica de San Pedro. Una explosión dentro del féretro obligó a detener el cortejo en la Archibasílica de San Juan de Letrán, donde se realizaron reparaciones de emergencia. El hedor era insoportable, y el ataúd fue cubierto.
Miles de personas esperaban despedirse del papa. La escena en San Pedro fue descrita como aterradora: el cuerpo se había ennegrecido, el tabique nasal se había desprendido y los músculos faciales retraídos dejaban ver los dientes en una «risa espeluznante», según informes de la época.
Antes de la apertura de la capilla ardiente, se realizó una operación de emergencia. Retiraron el cuero para someterlo a un nuevo embalsamamiento. Se aplicó una máscara de cera y látex para disimular el deterioro, pero la hinchazón persistió hasta el entierro final de Pío XII.