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martes, abril 23, 2024

Opinión de Lorena G. Maldonado: Pequeña tesis sobre los hombres que queremos

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Por Lorena G. Maldonado, de El Español de España. Un día antes del 8M, además de pelear nuestras reivindicaciones feministas, más vale que también nos planteemos -las mujeres heterosexuales y bisexuales, al menos- qué tipo de hombres queremos como compañeros. Como compañeros sexuales, sentimentales o de vida. Como novios o como colegas. Nosotras llevamos años trabajando en ir extirpándonos del cráneo, como piojos molestos, nuestros machismos diminutos y nativos, pero, ¿qué hay de los hombres que tenemos al lado, o enfrente, o en nuestra cama, o en nuestro curro, o en nuestra mesa del bar? Además de darnos la razón como a las locas para no buscar follón, ¿están mirándose hacia adentro, están repensándose, están deconstruyéndose? -ya sabemos que este verbo último les chirría a nuestros chicos: les suena político y manoseado; bien, obviémoslo, lo fundamental es ser didácticas, no imponernos terminológicamente-.

Con la explosión del feminismo, con su éxito popular, llegaron los primeros machos trepas: esos tipos que se hacían -que se hacen- pasar por aliados con un discurso vacuo, nada interiorizado, para darse la pátina de respetabilidad y de confianza previa al sexo. Querían lo de siempre -follar-, pero encontraron en el feminismo una nueva forma de camelo. Un “tranquila, yo no soy como los otros”; un “yo te escucho”, un “yo te entiendo”, y se ampararon en la excusa del amor libre y de la libertad sexual para seguir repitiendo el patrón histórico: usar a las mujeres como a objetos, reducirlas a un cuerpo y convertirlas en un animal tonto y maleable, pero ahora, además, reforzados dialécticamente. Les dimos armas.

Suerte que pronto nuestra venda en los ojos, como decía el poema, se convirtió en la cinta que cortamos para la reinauguración de otra mirada. Pronto advertimos el percalazo y el concepto “aliado” comenzó a sonar peyorativo, coñero, paródico. Le pusimos el collar al perro para nombrarlo y controlarlo: empezamos a sospechar de las buenas intenciones de los hombres que alardeaban mucho de sus deseos de igualdad.

Este espécimen tétrico había adquirido diferentes formas, diferentes oficios: estaba el fotógrafo que decía que quería retratarte desnuda sin sexualizarte -célebremente conocido como el ‘follógrafo’-, estaba el poeta que prometía verte las costuras del espíritu y estaba el periodista que se ponía la medallita sacando temas “con perspectiva de género” para tirarle la caña a sus entrevistadas, entre otros horrores. Los vimos venir: dentro de la torpeza primera, fuimos rápidas haciéndoles el retrato robot a estos buenos perlas. A estos caraduras de ayer y de hoy.

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Claro que los cambios superficiales y estratégicos de estos pobres diablos no tenían nada que ver con un deseo íntimo y potente de ampliar la masculinidad conocida. No sabemos bien qué es la nueva masculinidad ni qué aspecto trae por las mañanas, después de lavarse los dientes, el Hombre Nuevo. Algo intuimos: la nueva masculinidad tiene que pasar porque los hombres aprendan a cuidar. No únicamente a proteger virilmente, estilo machos alfa; sino a detenerse en lo pequeño, a salvaguardar lo hermoso, lo vulnerable, lo que se muere, lo que nace, lo que humildemente vive y merece respeto. Tienen que aprender a cuidar como hemos cuidado históricamente las mujeres. Si no pasan por ese aro, están fuera. Están caducos. Esto va de cocinarle la papilla al enfermo, de barrer el salón y de escuchar activamente -con fatigosa empatía- al soliviantado. Esto va de pulir el ego y la fuerza bruta. Hay curro, chavales. Sí.

El hombre machista también anda peleando su baldosa y ahora se dedica a ridiculizar al que sí está verdaderamente interesado en la igualdad: los reconoceréis por hits repugnantes como “sí, mucho rollo pero os gusta que os empotren”, “ya ves, pero luego sólo os gustan los que os hacen sufrir”, “seguro que ese tolai no te tiene satisfecha”. Su márketing agresivo ha conseguido que se instaure en el imaginario popular la perversa idea de que el hombre feminista no puede ser sexy. De que es un tonto, un pusilánime, un manipulable. No, no, y no. De nuevo, no habéis entendido nada.

En medio de esta morralla ideológica y estética, ha surgido de entre las tinieblas Bad Bunny, un tipo que se pinta las uñas encantado de la vida y se coloca una falda sin dejar de resultar peligrosamente atractivo y sin ver cuestionada su hombría -¿qué es la hombría?-. Un músico que dinamita los prejuicios del reguetón desde dentro: claro que no es purísimo y que arrastra algunas canciones cuestionables, pero está creciendo, como todos, y viene a dar candela con coplillas urbanas que ponen a bailar a la grada sin que se sienta culpable. Nos hace disfrutar sin traicionarnos: qué hermoso es eso, después de una década perreando hasta el suelo letras que nos insultaban en nuestra puñetera cara y que nos trataban como a vaginas andantes, pasivas, huérfanas de elección propia.

Bad Bunny no es dios ni su palabra irá siempre a misa -aquí no avalamos a ningún hombre hasta que hablemos con sus ex-, pero resulta inspirador que, delante de su legión de fans, increpe a Don Omar por sus patinazos homófobos, hable de la belleza del vello púbico y les recomiende a sus adeptas pasar del pavo obtuso que las obliga a depilarse. Resulta luminoso que convierta en algo cool practicarle sexo oral a una mujer -mirad que a muchos les ha costado sudor y sangre bajar ahí, mientras exigían taxativamente su felación-, y que se ponga una camiseta que rece “mataron a Alexa, no a un hombre con falda”, como forma de denunciar el crimen de odio contra una mujer trans.

Si le preguntan si es gay, no le entran los siete males -como a Maluma, que responde a esos comentarios con un “déjenme a sus novias y se lo demuestro”-, sino que desliza lo siguiente: “La sexualidad no me define. Al final del día, no sé si dentro de 20 años me gustará un hombre. Uno nunca sabe en la vida, pero por el momento soy heterosexual”. Chimpún. Se ríe de los roles tradicionales sólo existiendo.

Bad Bunny te hace un videoclip con Residente -Bellacoso- donde aparecen todo tipo de cuerpos y razas, donde ellas lo bailan y ellos también; escupe sobre los acosadores de la pista nocturna -“que ningún baboso se le pegue”, canta en Yo perreo sola- y asume con infinita naturalidad la bisexualidad en La difícil: “Tiene a to’ los nenes loco’ y a las nenas loca’, tós’ quieren besarle la boca”. Ya la mujer no se dibuja sólo como un ser deseado por una jauría de machos sudorosos, sino como un ser deseante de otras mujeres. Lo suelta y no suena a monserga. Lo suelta sexy. Y nosotras lo bailamos. No nos hagamos las santas: el perreo nos encanta. Elijamos bien, amigas. Feliz 8M.

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