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jueves, marzo 28, 2024

Opinión de Héctor A. Martínez: La tragedia politiquera

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Por: Héctor A.  Martínez (Sociólogo). Esquilo de Eleusis, iniciador de la tragedia griega, decía que las decisiones del monarca se retrasaban debido a las consultas populares que se practicaban en aquella incipiente y cuasi pura democracia ateniense. Este pensamiento, inocente para el autor de la Orestíada, parece haber sido tomado muy a pecho por los políticos latinoamericanos del pasado y por los de hoy en día. Los gobernantes del siglo XXI, como los de ayer, creen que la única manera de dictar las órdenes es la que proviene de la máxima figura del poder, de un partido político y de grupos influyentes conectados a la casa presidencial.

Que llega un tiempo en que los ciudadanos se hartan de los vicios del poder, es innegable. El voto sigue siendo la mejor herramienta para castigar las aspiraciones del autoritarismo. De no ser así, los mecanismos de protesta buscarán formas alternativas para hacer llegar la expresión de la voluntad general. Por eso debemos leer con detenimiento el descontento de una buena masa de votantes que este 26 de noviembre ejerció el sufragio en las  elecciones generales de Honduras. En este momento, como en el 2009, los protestantes han vuelto por las suyas a las calles, convertidas ahora, en los canales de expresión de la contrariedad y la decepción.

Durante aquel fatídico 28 de junio del 2009, nos propusimos criticar con denuedo el régimen de Manuel Zelaya Rosales, por su obsesión de quedarse por más tiempo en la silla presidencial de Honduras. Aprovechando las garantías faraónicas que le brindaban algunos sectores populares, más el financiamiento internacionalista que el fallecido Hugo Chávez enviaba desde Venezuela, Zelaya se embarcó en la aventura del continuismo presidencialista, bautizando sus andanzas reeleccionistas con el epíteto de la “Cuarta Urna”, un patético proyecto que escondía los vicios legales de la trama presidencialista, bajo la fachada del “poder popular” y la inclusión social de los más pobres dentro de su esquema de gobierno. Zelaya fue víctima del propio sistema que lo vio nacer, que le toleró sus caprichos, hasta que un buen día decidieron correrlo de la casa. Todo lo demás es –como dicen-, historia.

Lo de Manuel Zelaya no fue más que el continuum del descalabro de la democracia hondureña, que había sido concebida con defectos de fábrica desde 1982. Muy influida por fuerzas lo suficientemente poderosas como para tratar de removerlas del escenario político –los militares primero y los civiles después, quienes copiaron de aquellos el arte de enriquecerse a costa la hacienda pública-, la política hondureña se convirtió en cualquier cosa, menos para lo que fue concebida en sus sagrados designios constitucionales, esto es, llevar la felicidad y el bienestar a la mayor cantidad posible de ciudadanos. Los partidos y sus doctrinas se disolvieron en la mixtura de los negocios y el latrocinio estatal.

Las crisis “catrachas”, la del 2009 y la de hoy, son de la misma naturaleza y genética política. Son el producto de la violación legal, del proxenetismo partidista y del pillaje institucional. Ambas crisis provienen del rompimiento de las reglas constitucionalistas; un juego muy latinoamericano que se puso de moda en el continente, y que consiste en amañar las constituciones para adecuarlas a los objetivos estratégicos de grupos económicos, criminales y políticos, estos últimos, con el único deseo de ascender hasta las altas esferas de la sociedad a partir de negocios que se fraguan entre sujetos privados y miembros del “politburó” de los partidos en el poder.

El haber expulsado a Zelaya por continuista originó la violencia en las calles; el haber consentido a Hernández por los mismos propósitos ha engendrado la violencia que ahora nos toca vivir. Jugar con el fuego de la Historia, no es como arrebatarle un confite a un niño: tiene sus efectos más bien tóxicos que, tarde o temprano terminará desgraciando a todos por igual: a unos por bribones y a otros por tolerantes y pasivos.

Si la única expresión del pueblo, que es el voto, se confisca y se amaña, ya no queda más por hacer: la democracia y el juego parlamentarista ya no guardan sino, un sentido nominal. Y lo que viene después, –lamentablemente- es algo inimaginable y probablemente terrible, como bien lo previó Esquilo en sus famosas tragedias.

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