Villanueva, Honduras. Antes de que el ruido del tránsito y el movimiento constante llenaran sus avenidas, Villanueva era un municipio donde la vida se contaba en pasos cortos y en conversaciones largas al caer la tarde. Un lugar donde la brisa traía el aroma dulce del ingenio, y donde las historias se escribían entre el parque central y las calles del barrio Centro.
Quienes nacieron y crecieron aquí recuerdan todavía las mañanas tranquilas, cuando el sol apenas rozaba los techos de teja y el pueblo se despertaba con el silbido del tren y el sonido de los obreros camino al ingenio azucarero. Ese ingenio no fue simplemente industria: fue escuela, fue familia, fue punto de encuentro y fue esperanza.

En muchos barrios los niños, corrían descalzos sobre calles de tierra, armando partidos improvisados que podían durar todo el día.
En otros lugares, muchas familias se sentaban afuera de sus casas en las noches frescas, conversando sin prisa, como si el tiempo sobrara y el mundo se detuviera un momento para escucharlos.

Con los años, Villanueva creció
El municipio se convirtió en un punto clave del norte del país: llegaron las maquilas, los comercios, las fábricas, los talleres. Las avenidas se ampliaron, las colonias se multiplicaron y las oportunidades cambiaron el paisaje.
Hoy la ciudad es movimiento, trabajo y crecimiento. Pero entre todo ese progreso, la memoria sigue viva.

Los villanovenses que caminan sus calles y aquellos que ahora viven lejos, pero vuelven cuando pueden, saben que Villanueva no solo se recuerda, se siente.
Se siente en el olor dulce que todavía se levanta desde el ingenio. Porque Villanueva no es solo el municipio que endulza a Honduras. Villanueva es hogar, incluso para quien ya no vive ahí.

