El Progreso, Honduras. La ciudad que hoy palpita entre comercio, tránsito y vida cotidiana alguna vez fue una postal muy distinta: un lugar apacible, de calles serenas y elegancia provinciana, donde el silbato del ferrocarril marcaba el pulso del día y anunciaba la llegada del progreso.
A finales del siglo XIX, El Progreso no era más que la Aldea del Río Pelo, un pequeño asentamiento a orillas del Ulúa. En 1892, el lugar obtuvo el título de municipio y un nombre que resumía su aspiración más grande: El Progreso.

Con el tren como eje, la localidad comenzó a transformarse. La vía férrea, que unía el puerto de la costa norte con el interior del país, llevó consigo más que mercancías: trajo movimiento, desarrollo y una nueva forma de vida.

El auge de la industria bananera y la llegada de compañías como la United Fruit Company impulsaron una época dorada. El ferrocarril transportaba no solo fruta, sino también sueños, trabajo y una mezcla de culturas que dio forma a una ciudad dinámica y diversa.
El Progreso se convirtió en el corazón del Valle de Sula, punto de encuentro entre plantaciones, puertos y caminos. Pero más allá del comercio y la producción, El Progreso del ayer era una ciudad que sabía vivir: un lugar de gente amable, de costumbres finas y de largas tardes compartidas en los portales, donde el tiempo parecía detenerse.

El Progreso: vida social, arte y elegancia
Fotografías antiguas hoy cuidadosamente conservadas por progreseños como Guillermo Mahchi, quien recopiló más de 128 imágenes históricas, muestran una ciudad que muchos solo conocen por relatos: calles, parques, edificios que hablaban de época y familias que marcaron el tejido social de la ciudad.

Había teatros, donde se presentaban compañías artísticas nacionales e internacionales; clubes sociales donde se organizaban bailes inolvidables; canchas de tenis, campos de golf, y hasta un hipódromo, donde las tardes eran un encuentro de conversación y apuesta. También había aeropuerto, restaurantes familiares, cafés elegantes y paseos en ferrocarril que formaron parte de la cotidianidad.

“En fin, un sinnúmero de espacios de entretenimiento que formaban parte de una ciudad vibrante y llena de vida”, menciona Mahchi en un video publicado en la pagina de Facebook, Banana Days.
Asimismo, recuerda que la llegada de extranjeros enriqueció la gastronomía local, donde se mezclaron sabores, estilos y costumbres.

Un legado que aún vive en la memoria
Hoy quedan los relatos, las fotografías y la nostalgia de quienes vivieron aquella ciudad que parecía ir siempre un paso adelante. Como dice Mahchi: “Estas imágenes son más que papel; son un baluarte histórico. Es un legado que nos pertenece a todos, pues una imagen dice más que mil palabras”.

El Progreso de hoy sigue en movimiento, creciendo y adaptándose. Pero en el corazón de quienes la aman, sigue viva la ciudad del banano, del tren, de los cafés llenos y las noches de conversación en los portales.
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