Redacción. La viuda millonaria Dolly Oesterreich escondía un siniestro secreto en el ático de su propia casa. Durante más de una década, mantuvo a su amante, Otto Sanhuber, sometido como esclavo sexual en su mansión de Los Ángeles, protagonizando uno de los casos más extraños de crímenes reales del siglo XX.
La historia comenzó en Milwaukee, Estados Unidos, a finales del siglo XIX. Walburga “Dolly” Oesterreich nació en 1880 en el seno de una familia de inmigrantes alemanes. A los doce años, abandonó la escuela para trabajar en una fábrica textil. Allí, su inteligencia y vivacidad captaron la atención de Fred Oesterreich, el dueño de la fábrica, un hombre reservado y rígido que le llevaba más de una década.
Fred quedó inmediatamente impresionado por el ingenio de la joven y pronto la convirtió en su esposa. Juntos, construyeron una vida de prosperidad económica gracias a la industria de las máquinas de coser. La pareja, aparentemente, ocupó un lugar privilegiado en la alta sociedad del medio oeste de Estados Unidos.
Sin embargo, el matrimonio ocultaba profundas fisuras. Fred Oesterreich era adicto al trabajo, a menudo ausente y propenso al alcohol. La soledad de Dolly, inmersa en una rutina opulenta y vacía, la empujó a buscar desesperadamente afecto y compañía. En 1913, Dolly no soportó más y llamó a uno de los empleados más jóvenes de la fábrica para que reparara la máquina de coser de su casa.
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Otto Sanhuber se presentó tímidamente ante la mujer que lo insinuaba con miradas y roces de manos. Lo que debía ser una visita técnica se transformó en el inicio de una relación clandestina y obsesiva. Otto, huérfano, de escasos recursos y con aspiraciones literarias, se sintió cautivado por la atención y el magnetismo de Dolly. Ella, sintiéndose poderosa y deseada, encontró en el joven la presa y el cómplice perfectos.

Esclavo sexual
Pronto, las visitas se multiplicaron, aunque la pareja cuidaba las apariencias con esmero. Los encuentros se volvieron cada vez más riesgosos, y las sospechas de criados y vecinos, más difíciles de eludir.
Un día, Fred casi los sorprendió. Dolly propuso una solución tan inverosímil como extrema. —Quiero que te quedes aquí, Otto— dijo con voz firme, deteniendo la respiración.— Arriba, en el ático. Nadie lo usa.
Otto accedió a mudarse al diminuto y polvoriento desván sobre el techo de la casa Oesterreich. Aquella misma noche se escabulló hacia ese escondite, tras besarla apurado y cruzar la puerta sin hacer ruido. El joven pasaría allí más de nueve años, saliendo solo cuando la mansión dormía, moviéndose como una sombra, invisible para el mundo.
Con el paso de los años, la dependencia mutua entre Dolly y Otto se volvió total. Él cumplía todas las órdenes de su amante, lo que incluía tener sexo varias veces a la semana y encargarse de tareas domésticas, lectura y escritura de relatos eróticos por encargo. Ella le traía comida, ropa y libros a cambio de obediencia absoluta y silencio.
Ático de Dolly
El encierro, sin embargo, comenzó a dejar huellas psicológicas profundas en Otto. Entre las páginas de un cuento que escribió desde el ático, dejó esta frase: “Al principio era como vivir un sueño, pero el sueño se volvió una jaula”.
Cuando las circunstancias económicas llevaron a los Oesterreich a mudarse, primero dentro de Milwaukee y luego a Los Ángeles, Dolly insistió en trasladar también a su inquilino invisible. Así, Otto Sanhuber viajó oculto en una caja, entre mantas y bultos, hasta acomodarse en el ático de la nueva mansión californiana. Fred nunca sospechó que compartía su hogar con un rehén de Dolly.
Una noche del verano de 1922, el frágil y precario equilibrio de ese triángulo prohibido colapsó abruptamente. Fred Oesterreich y Dolly discutieron violentamente en el comedor. Desde su escondite, Otto escuchó los gritos y la amenaza sorda del alcohol en la voz del marido. Con una pistola propiedad de la familia, bajó a la habitación y, en medio del forcejeo, disparó tres veces a Fred, quien murió desangrado frente a su propia esposa. En ese momento, el temor al descubrimiento superó cualquier atisbo de culpa.
—Tenés que ayudarme— susurró Dolly, con las manos manchadas de sangre.
Escenario
Otto, tembloroso, accedió, y ambos montaron un escenario de robo que pronto se desplomó por inconsistencias. Se llevaron el reloj de Fred y una llave, dejaron la puerta del despacho forzada y esparcieron documentos por el suelo. Cuando la policía de Los Ángeles llegó, el valor de la fortuna familiar, la histeria de la viuda y la ausencia de testigos sólidos ralentizaron cualquier sospecha.
—¿Quién lo hizo, señora Oesterreich? — preguntó el detective con voz grave. —No lo sé… un ladrón quizás. Oí pasos, después nada…—contestó Dolly, sosteniéndose las lágrimas.

Durante los años siguientes, la combinación de astucia y ausencia de pruebas concretas permitió a Dolly Oesterreich eludir los cargos de asesinato. Contrató a un renombrado abogado, Herman Shapiro, quien la defendió con contundencia y, al mismo tiempo, comenzó a mantener un vínculo sentimental con su clienta. Lo que Herman Shapiro aún no sabía era que el secreto de Dolly distaba mucho de haber terminado con la muerte de su esposo.
A medida que la investigación avanzaba y el entorno social de Dolly Oesterreich se hacía más estrecho, las sospechas nunca se disiparon por completo. Paralelamente, la viuda buscó nuevos aliados y amantes, entre ellos el abogado Roy Klumb, a quien encargó deshacerse de la pistola homicida arrojándola al río. Sin embargo, la confianza se quebró y Klumb, presionado, terminó acudiendo a la policía. La pista parecía sólida, pero estaba a punto de llevarlos directamente a un callejón sin salida.
Sombras
Otto Sanhuber enfrentó el colapso definitivo de aquella vida en las sombras. Tras la muerte de Fred, Dolly encontró maneras de distanciarse emocionalmente de su cómplice. Le exigió que abandonara el ático y rehiciera su vida con una nueva identidad en otra ciudad. Otto nunca dejó de escribirle. Lejos de todo, en San Francisco, confesó a la policía: “Ella me tenía como a un ratón en una trampa. Yo no podía salir, ni decidir nada sin su permiso”.
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El caso, sin embargo, tardó varios años en llegar a juicio. Dolly Oesterreich y Otto Sanhuber comparecieron finalmente ante la Corte de Los Ángeles en 1930, bajo una vorágine mediática sin precedentes. Los testimonios sorprendieron por sus confesiones explícitas y detalles morbosos. Durante el interrogatorio, una escena quedó grabada para siempre.
—¿Por qué permaneciste tantos años en ese ático? —Porque la amaba —respondió Otto, bajando la voz—. Y porque tenía miedo de perderla, o de quedarse sin un lugar a dónde ir.
El juicio
La corte, desconcertada, escuchó su relato sin poder determinar si se trataba de sumisión, locura, manipulación o todo a la vez. Los argumentos legales giraron en torno a la coacción, la autonomía y la culpabilidad. La prensa de Los Ángeles desplegó titulares grandilocuentes: “El esclavo sexual en el ático de Hollywood”, “Amor, encierro y muerte en la mansión maldita”. La imagen de Dolly como seductora y victimaria alimentó rumores y escándalos.
Mientras tanto, los abogados de Otto Sanhuber argumentaron que su cliente jamás ejerció su voluntad plena. “Aquí no hay asesino al uso: hay un muchacho que fue capturado en una telaraña de deseo y poder”, argumentó la defensa. “Nunca hubiese salido vivo del ático si ella no lo permitía”, insistieron ante el jurado.
En el interior del juzgado, la tensión era palpable. El fiscal se dirigió a Dolly Oesterreich con severidad. —¿Usted obligó a Otto Sanhuber a permanecer en el ático durante años? —Nunca obligué a nadie —contestó ella, con el rostro imperturbable—. Solo era mi amigo… necesitaba un sitio donde quedarse.
Los días del juicio transcurrieron con intensidad. La fiscalía presentó pruebas de que Dolly ejercía control absoluto sobre su joven amante. Vecinos y empleados de la familia desfilaron ante la corte relatando ruidos extraños en la casa, movimientos inexplicables y la misteriosa desaparición de comida y papel. Pero, lo que nadie esperaba, era que ninguna de las confesiones directas bastaría para lograr una condena.
Homicidio
El veredicto resultó sorprendente. Dolly Oesterreich fue declarada no culpable por falta de pruebas concluyentes. A Otto Sanhuber lo encontraron culpable de homicidio involuntario, pero el crimen había prescrito. Saldría libre después de años de encierro voluntario e involuntario. El eco del caso seguiría rondando la prensa sensacionalista durante años, alimentando interpretaciones sobre culpa y víctimas, amor irracional y poder patológico.
Décadas después, archivos policiales y crónicas de la época reconstruirían la vida posterior de los protagonistas. Dolly Oesterreich retomó una existencia discreta, sostenida por la fortuna de su difunto esposo. Otto Sanhuber, en cambio, desapareció de la vida pública, marcado de por vida por aquella reclusión y dependencia. ¿Fue Otto una víctima absoluta o también un cómplice de la obsesión de Dolly?
La frase lapidaria de Otto, cuando le preguntaron por última vez sobre su encierro, resonó en la sala: —No era tanto la puerta cerrada, sino la promesa de que siempre estaría esperando por mí, aunque fuera en la oscuridad.