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jueves, abril 25, 2024

FACETAS DE JOSE MARIA PALACIOS

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Oscar Aníbal Puerto Posas

En las ciudades de provincia, cuando alguien muere, doblan las campanas.  Su tañido triste, llega a todos los hogares. Las buenas gentes salen de sus casas y dirigen sus pasos a la iglesia. El 6 de octubre, doblaron las campanas en La Esperanza, Intibucá. El cura párroco, en el atrio de la iglesia esperó a la feligresía, para informarle, con voz condolida: “Acabo de escuchar por la radio que Chemita Palacios murió, en la ciudad de Tegucigalpa donde él vivía”. Aquella buena gente –cual generalmente lo son los hombres del campo- derramó lágrimas que empaparon sus mejillas. Tegucigalpa también se conmovió, aunque no doblaron las campanas.

José María Palacios, estaba presto cumplir 85 años. Era licenciado en Derecho por la Universidad Central de Honduras (que entonces no era autónoma) y había presentado juramento ante la Corte Suprema de Justicia que le otorgó el honroso título de abogado de los tribunales de la República. Fue a mediados de los años 50 del siglo pasado. No tardó en destacar. “El alma de la toga” de Angel Ossorio (jurista español), guió sus pasos, al grado que fue uno de los abogados de mayor ética en el país.

Tomás Moro solía decir: “Soy abogado e hijo de abogado”.  A modo de subrayar su sapiencia. El recién fallecido era abogado e hijo de abogado. Pero su humildad le impedía pregonar su ascendencia. Tampoco mencionaba la estirpe de intelectuales consanguíneos suyos por la línea materna: Vicente Mejía Colindres (médico y político, Presidente de la República de 1929 a 1933); Arturo Mejía Nieto, joya de la literatura nacional; Oscar Mejía Arellano (abogado y político afiliado al Partido Liberal) y otros, muchos otros más…

El bufete inicial de “Chemita” (así lo llamábamos sus amigos, y juro que éramos muchos). Él lo describe así: “Un mapa de Honduras del doctor Jesús Aguilar Paz, un retrato de nuestro héroe nacional general Francisco Morazán, una fotografía de la Bandera Nacional desplegada al viento y un grabado del mexicano Arturo García Bustos, que representaba un fugitivo alejándose desesperado por entre las lianas de los árboles de la selva. Dos escritorios de madera y entre ellos, una mesa pequeña para la máquina de escribir, un viejo archivador  metálico, más unas cuantas sillas, constituían todo el mobiliario”. Estaba situado en el barrio El Jazmín.

De allí despuntó a la gloria. Llegó a ser Magistrado de la Corte Suprema de Justicia. De los mejores que ha habido, me dicen. Contiguo al escritorio jurídico fundó su hogar; encontró una compañera maravillosa: Herminia Pineda, “Minita”. De ese amor nacieron dos varones y una princesita. Hoy día, le sobreviven dos; él y ella poseedores del talento de su ilustre progenitor y de sus firmes valores éticos.

No alcanzan las palabras para definirlo. Por amor a los pobres, militó en el hoy extinto Partido Comunista de Honduras (PCH). Por esa razón conoció cárcel y destierro. Pero, jamás guardó rencor alguno hacia sus verdugos. Los grandes espíritus no conocen el odio. Y él fue un gran espíritu.

Tuvo una fase poco conocida: fue un gran lector. Leyó: “El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha”, y se trazó la disciplina de dedicar un período del año para volver a leerlo. Y me decía: “Siempre encuentro cosas novedosas”. Ese afán por la lectura le permitió llegar a ser un gran jurista. El doctor Héctor Gros Espiell, cuando fue mi profesor de Derechos Humanos en el curso patrocinado por el Instituto Interamericano de Derechos Humanos (IIDH) decía que para ser jurista, se necesitaba: “Amar la literatura. Quien se encasilla en los códigos no pasa de ser un leguleyo”. Tal lo que ocurre con muchos “togados de Honduras”. Su paso al más allá fue tranquilo. Así lo delata la serenidad impertérrita de su rostro que vi por el vidrio de su ataúd. La pérdida de este amigo me ha desgarrado el alma.

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