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viernes, mayo 3, 2024

Ezequiel Padilla Ayestas

Debes leer

Por Víctor Manuel Ramos

Las atrocidades de ambas guerras mundiales conmovieron al mundo artístico europeo. Y no era para menos, se trataba de grandes catástrofes humanas provocadas por el hombre mismo. En el área de la plástica fue Picasso quien mejor traduce esta angustia con su monumental como inmortal Guernica, hecha por encargo del gobierno español para el Pabellón España de la Feria internacional de París de 1937, con el objeto de atraer la solidaridad internacional en contra del franquismo que se batía contra los republicanos para destruir el gobierno democrático. Había llevado, Picasso, al lienzo, en blanco, negro y una gran variedad de grises, la angustia universal, el grito supremo en contra de la muerte y la brutalidad de la guerra.

Ezequiel Padilla Ayestas, no vive en carne propia, ni sus compatriotas en las suyas estas tremebundas angustias, estos gritos de angustia desgarradora que arrancan tras el rugir de los aviones bombarderos y el silbar de los explosivos que caen sobre la humanidad. No, él a miles de kilómetros del escenario de las grandes conflagraciones mundiales, crece con un paisaje frente a sus ojos de desmesura, un paisaje cuyos sonidos de tensión y dramatismo solo pueden ser comparados con el Requiem de Ligeti, un grito polifónico que se desmenuza en miseria, abandono, atropello estatal, sometimiento al amo imperial, alquiler del territorio patrio y muchísimas desvergüenzas más.

Esta visión original y que tiene una persistencia en la retina de Ezequiel durante toda su vida le lleva a iniciarse en un cubismo tardío pero que le será útil al artista para intentar, con el pincel, el lienzo y los óleos, reconstruir el rompecabezas que tiene en su conciencia de una patria pisoteada, de una ciudadanía aplastada, de una niñez olvidada, de unas clases obrera y campesina acomodadas al designio que les señala el amo, de una casta sin rubor que espolea a la nación y la exprime hasta la última gota que pudiera ser transmutada en dinero corrupto, de unos señorones que se mueven impunes en un mar de confusión y que dejan asomar su aleta dorsal por encima del espejo del agua (algunos con guerrera y otros con vestimenta civil). Era un cubismo que introducía, en Honduras, las novísimas tendencias de la pintura contemporánea vinculada a los anhelos de los pueblos sometidos al yugo de la represión, la explotación y la desnacionalización.

No precisa Ezequiel de finos detalles para expresar su mensaje. Le bastan líneas o pinceladas imbuidas de desasosiego, ampliadas con algunos claroscuros, con colores primarios, sin mezclas para espectros falsos, porque sus colores fundamentales, el rojo de la revolución y el negro de la ignominia del neocolonialismo y el neoliberalismo le son casi suficientes para mostrarnos la cara auténtica y sin antifaz de la angustia, el rostro de la esperanza, el puño de la rebeldía, las botas, los trajes de camuflaje y los corbatines de los sostenes del sistema de iniquidad.

La iconografía de la composición visual de Ezequiel es constante. Sus figuras reaparecen y desaparecen de los lienzos como fantasmas atribulados que buscan expresarse de alguna manera y para quienes no hay más alternativa que el grito que parte conciencias e inconciencias.

No ha decidido el pintor partir y mucho menos morir. Todo lo tenía planificado con detalles precisos. Aspiraba a irse y quedarse. Por eso, para que no pensaran que realmente se producía en él un óbito prefirió convertirse en ceniza, que al fin y al cabo el cuerpo es solo un chasis prestado para montar en él la conciencia. De esa manera cualquier desprevenido no advertirá su ausencia porque en sus lienzos, desperdigados por muchos confines, latitudes y puntos cardinales, se podrá escuchar el angustioso grito, el desgarrador lamento, que es obra maestra compositiva del gran canon, para que no cerremos sentidos y comprendamos que estamos en el meollo de un laberinto nacional que exige, de todos nosotros, la meditación necesaria sobre la gran fábula hecha realidad entre nosotros, del viejo tiburón y las ingenuas sardinas.

No será casual, pues, que nos encontremos con este caballero andante, lanza en ristre, y que nos haga el reiterado llamado a seguirle para desfacer todos los entuertos sobre la redondez de esta tierra.

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