Redacción. En una pequeña casa de Tegucigalpa, entre libros y memorias familiares, comenzó a germinar la vocación literaria de Edgardo Josué Molina López, un hondureño que hoy, a sus 37 años, ha transformado el dolor colectivo en microrrelatos que no necesitan muchas palabras para conmover.
Licenciado en Letras con Orientación en Literatura y máster en Gerencia Social, Edgardo no sólo escribe desde la sensibilidad estética, sino además desde el compromiso con las realidades más duras del país.
La suya es una historia que empezó, como muchas, desde la curiosidad. «En mi casa siempre hubo libros», recuerda. Su madre, actriz en sus años mozos, y la vena artística familiar lo empujaron a explorar desde niño ese “momento poético” que encontraba en el orden de la naturaleza o en la luz que entraba por la ventana de un libro abierto.
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Escribir para ayudar
El momento decisivo llegó más adelante, con el diagnóstico de cáncer de una compañera de trabajo. Edgardo publicó entonces su primer libro, La mitad de mi cerebro (2017), para recaudar fondos. No era únicamente un gesto de solidaridad, era la confirmación de que escribir podía ser un acto concreto de amor. “Comprendí que la literatura es vida misma”, dice. Desde entonces, no se ha detenido.
Es dueño de un estilo conciso, directo, muchas veces incómodo, pero profundamente humano. Se ha especializado en el microrrelato, un subgénero literario que define como «un relámpago que siembra», breve pero poderoso. “En la vida todo lo importante pasa muy brevemente: el nacimiento, la muerte, la risa de los nuestros… Por eso elijo escribir así”, explica.
En sus textos hay migración, hay abuso, hay locura, hay pobreza. No por morbo ni por denuncia fácil, sino por lo que él llama “el grito silente” de los marginados. Escribir sobre ellos, dice, es su manera de devolverles voz. “No quiero generar lástima. La buena literatura no debe parecerse al político que se toma la foto y se va. Tiene que mostrar belleza incluso en lo más crudo”.
Literatura con rostro infantil
Aunque muchos de sus textos tienen un tono sombrío, Edgardo también escribe para niños. Su libro Lluvia de peces (2019) es prueba de ello. Esta obra bilingüe, rica en cultura garífuna y tolupán, rescata mitos hondureños desde una perspectiva lúdica. “Está dedicado a mis hijas, Dara Yatziri y Zoe Ayanti”, dice con ternura. “Quise darles un libro que las conectara con la magia de nuestras culturas originarias”, agrega.
Su compromiso con la niñez va más allá de lo literario. Ha trabajado en temas sociales, especialmente en migración infantil y muchas de las historias que narra están basadas en hechos reales. Pasos Susurrantes (2024), su más reciente publicación, recoge vivencias de niños migrantes hondureños. “Aprendí que esas historias deben salir a la luz. Son una forma de honrar la valentía de quienes se van”.
Frase: «No es con grandes poderes que combatiremos grandes males, son los pequeños actos de gentileza cotidiana los que realmente importan».
Dato: Publicó su primer libro, La mitad de mi cerebro, para recaudar fondos y ayudar a una compañera enferma de cáncer.
El arte como incomodidad
Uno de sus libros más comentados, Formas efímeras (2018), dejó una huella incómoda en muchos lectores. Pero eso, para él, es precisamente el objetivo del arte. “El arte no es un día de campo. Tiene que friccionar la moral del lector, generar lucidez. Leer no es para entretenerse únicamente, es para ser mejor persona”.
Esa visión lo ha distanciado, en parte, de ciertos círculos literarios. “En Honduras hay muchos escritores, pero poca literatura. Algunos sólo buscan reconocimiento, dinero o premios entre amigos”, critica sin rodeos. Él, en cambio, escribe “para dejar de escribir”, buscando desprenderse del ego y sembrar algo más valioso: conciencia.
Comunidad, cultura y resistencia
Edgardo es parte de colectivos como Xoxonal y Apolión, espacios que valora por el intercambio de ideas y el aprendizaje intergeneracional. Para él, el trabajo en comunidad no es solo una estrategia creativa, sino una necesidad: “Nos ayuda a ver cuál es el rol que debe jugar un escritor en esta sociedad actual”.
En una sociedad hondureña, donde el arte y la lectura aún no son prioridad, él defiende el papel transformador de la literatura. “No llena estadios, pero un buen libro fomenta valores humanos. Es como un parque comunitario, debería ser un lugar donde todos puedan ir a jugar, olvidar las penas y reconectarse con los demás”.
Lo que queda
A lo largo de su camino, ha recibido muchas muestras de afecto, pero una se le quedó grabada, cuando un joven lo detuvo en la calle para agradecerle por pensar en los niños. “Nadie lo hace en este país”, le dijo. “Solo le agradecí por leerme, pero quise decirle mucho más”, confiesa.
Si alguna vez sus hijas, o el país entero, tuvieran que recordarlo con una sola frase, él elegiría una que lo define por completo: “No es con grandes poderes que combatiremos grandes males, son los pequeños actos de gentileza cotidiana los que realmente importan”.
Y eso es, al final, lo que hacen sus libros: pequeños actos de gentileza, escritos con la fuerza de quien cree que la literatura aún puede cambiar algo.
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