AFP. Ha sido un año de incendios catastróficos en Canadá, Grecia, Hawái y otros lugares del mundo. Pero Australia, a diferencia de otros países, cuenta con una fuerza voluntaria de 190.000 efectivos para combatir las llamas.
Su valentía quedó patente durante el verano austral de 2019-2020, donde los incendios mataron a 33 personas y millones de animales y destruyeron miles de hogares y enormes superficies de bosques de eucalipto.
Pero algunos de ellos temen que sus brigadas ya no basten para combatir unos fuegos que, debido al calentamiento global, son más intensos y frecuentes.
«Es aterrador pero, si 2019-2020 se convierte en la norma, no sé cómo aguantas eso año tras año. No creo que sea sostenible», considera Andy Hain, un voluntario de 41 años, casado y con dos hijos.
Si incendios de la magnitud de los de hace cuatro años ocurren recurrentemente, Australia y otros países deberán compartir más a menudo personal y recursos, dice Hain, que lleva casi 10 años de voluntario en Picton, un pueblo rural al sudoeste de Sídney con unos 5.000 habitantes.
«Listo para arder»
Conduciendo a través de Picton a media tarde, observando de vez en cuando canguros que botan frente a las casas iluminadas por el sol del atardecer, Hain señala la hierba que crece al borde de la carretera.
«Hay tonalidades verdes, ¿pero ves ese color de pajiza? Está listo para arder», explica a la AFP.
En Nueva Gales del Sur, como en otros estados de Australia, los bomberos han ido quemando la hojarasca y la maleza para facilitar su trabajo de cara al próximo verano.
Llevan «antorchas de goteo», una lata metálica con un tubo largo y estrecho que echa una pequeña llama en su extremo, para quemar la maleza antes de remojar las brasas con una manguera.
Como la mayoría de los 70.000 voluntarios de los Servicios de Fuegos Rurales de Nueva Gales del Sur, Hain tiene otro empleo remunerado.
En su caso, un trabajo en el departamento de operaciones de una aerolínea que prevé dejar en un segundo plano cuando llegue la nueva temporada de incendios.
A medida que se acerca, aumenta la preocupación de Hain por las consecuencias para sus compañeros que compaginan sus empleos, su vida familiar y esta peligrosa labor voluntaria.
Se estima que 82.000 personas participaron en labores de extinción durante el «Verano Negro», un 78% voluntarios.
Después de los incendios, una investigación de la Universidad de Australia Occidental halló que unos 5.000 tenían «elevada necesidad» de asistencia de salud mental.
Después del fuego, inundaciones
En un mundo de incendios más intensos y frecuentes, ¿qué ocurrirá cuando otros estados australianos y los países extranjeros no puedan echar una mano porque deberán lidiar con sus propios desastres?
El antiguo comisionado de Incendios y Rescate de Nueva Gales del Sur, Greg Mullins, se inquieta de que las temporadas de incendios en el mundo se solapen.
«Le estás pidiendo a la gente dejar su trabajo durante meses, pero ellos deben ser el sostén de sus casas, deben llevar el pan a la mesa», dice. «¿En qué momento será demasiado?», se pregunta.
Durante el «Verano Negro», algunos bomberos estaban salvando las casas de sus vecinos mientras las suyas estaban en llamas. Esta presión se cobra un «precio enorme», dice Mullins.
«He visto colegas desmoronarse por lo que han visto», continúa.
Y los incendios no son el único desastre al que se enfrentan.
La localidad de Wisemans Ferry, a unos 90 minutos en coche al norte de Sídney, se encuentra a orillas del río Hawkesbury y rodeada por frondosos parques nacionales.
A finales de 2019, un relámpago provocó un incendio cerca de casa de Kim Brownlie, voluntaria de 35 años.
«Fuimos muy afortunados de no perder una sola casa durante esos incendios. Era un fuego masivo», recuerda alabando el «gran esfuerzo puesto por voluntarios de todos lados».
Meses después de esa catástrofe, la primera de cuatro inundaciones anegaron el pueblo de Brownlie.
Su compañero Mitchell Brennan vio cómo su casa quedaba hundida bajo el agua, pero rápidamente trató de ayudar a rescatar a sus vecinos.
«Les ayudamos a sobrevivir la inundación con comida, agua, combustible«, recuerda.
«No había nada para salvar cuando el agua llegó de la forma que llegó. No se podía hacer nada, no había forma de frenarla».