Redacción. El pasado jueves por la tarde, Karoline Leavitt se presentó ante los medios en la sala de prensa de la Casa Blanca. Frente al atril, la secretaria de prensa leyó un mensaje que —según dijo— venía “directamente del presidente”.
Donald Trump anunciaba que, debido a la “posibilidad significativa de negociaciones” con Irán, tomaría una decisión sobre un eventual ataque “en las próximas dos semanas”. Pero la decisión ya estaba tomada.
Pese a las presiones del ala no intervencionista de su partido y su reunión ese mismo día con Stephen Bannon, uno de los críticos más firmes de la intervención militar, Trump tenía todo preparado para ordenar el bombardeo de instalaciones nucleares iraníes. Menos de 30 horas después de aquel mensaje, el presidente activó la operación militar que colocó a Estados Unidos en el centro de una nueva crisis en Medio Oriente.
Aquella declaración fue solo una pieza dentro de una compleja estrategia de distracción. Durante ocho días marcados por el caos, desde los primeros ataques israelíes hasta el despegue de los bombarderos B-2 desde Misuri, Trump manejó las tensiones internas de su entorno y las señales externas con un estilo impredecible. La Casa Blanca, mientras tanto, emitía mensajes ambiguos. “Puedo tomar una decisión un segundo antes de tiempo, porque las cosas cambian, especialmente con la guerra”, dijo el mandatario ante periodistas.
En redes sociales, Trump lanzó advertencias que aumentaron la tensión. “¡Todo el mundo debería evacuar Teherán!”, escribió en Truth Social. Más tarde, afirmó que había abandonado la cumbre del G7 en Canadá no para mediar un alto al fuego, sino por “algo mucho más grande”.
El ataque ya estaba listo
Mientras tanto, las fuerzas militares estadounidenses ya estaban posicionadas. El Pentágono se preocupaba por el efecto de las declaraciones del presidente y decidió incorporar sus propias maniobras de distracción. Desplegó dos grupos de bombarderos: uno con rumbo al Pacífico, fácilmente rastreable; otro, con los transpondedores apagados, se dirigía hacia Irán.
Cuando Trump aseguró que tomaría dos semanas para decidir, los preparativos ya habían avanzado considerablemente. El ejército había desplegado tanqueros de reabastecimiento, cazas de escolta y reforzado la protección de las tropas estadounidenses en la región. Esa pausa estratégica también sirvió para corregir la filtración de rumores, en parte alimentada por las propias publicaciones de Trump.
Consultada sobre el operativo, Karoline Leavitt declaró que el presidente y su equipo “llevaron a cabo con éxito una de las operaciones militares más complejas e históricas de todos los tiempos”. Y agregó: “Muchos presidentes han hablado de esto, pero solo el presidente Trump tuvo las agallas de hacerlo”.
Una jugada arriesgada con señales cruzadas
Pese a sus primeras advertencias a Israel sobre un ataque a Irán, Trump cambió de postura apenas horas después de los primeros bombardeos israelíes. El 13 de junio por la mañana elogió los ataques de precisión lanzados por las fuerzas israelíes y comenzó a atribuirse parte del mérito. Habló con asesores y periodistas y calificó la operación como “excelente” y “muy exitosa”, detalla un informe del The New York Times.
Ese mismo día preguntó a un aliado por el avance de los ataques y mencionó la posibilidad de lanzar bombas GBU-57, de 13.600 kilos, sobre Fordow, una instalación subterránea al sur de Teherán. Al día siguiente, aseguró que se inclinaba por usar esas armas, enorgulleciéndose tanto del poder destructivo como del hecho de que solo EE.UU. las poseía. Quienes lo escucharon salieron convencidos de que el presidente ya había tomado su decisión.
Mientras tanto, el equipo de Trump monitoreaba la opinión de figuras clave como Tucker Carlson, quien se oponía firmemente a una intervención militar. A Trump le molestaban las críticas del expresentador y comenzó a hablar mal de él en privado. En contraste, Fox News transmitía opiniones favorables al ataque y eso influía en su percepción.
El 15 de junio, en camino a la reunión del G7 en Canadá, las discusiones sobre una intervención ya estaban en su punto más alto. Aunque Trump aún escuchaba advertencias sobre posibles consecuencias —como un alza del petróleo o represalias iraníes—, su enfoque parecía inclinarse cada vez más hacia la acción militar. Él mismo dejó claro que el objetivo debía centrarse en “diezmar sus instalaciones nucleares”, no en derrocar al régimen.
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Una amenaza sin precedentes desde la Casa Blanca
En paralelo, el general Michael Erik Kurilla y el general Dan Caine lideraban desde el Pentágono la planificación final del ataque. Los bombarderos B-2, únicos capaces de lanzar las GBU-57 sin ser detectados, se preparaban para una operación de largo alcance desde Misuri.
Mientras todo esto ocurría, Trump seguía lanzando mensajes públicos que, según un oficial militar, lo convertían en “la mayor amenaza para la seguridad operativa”. Para despistar, los mandos militares ejecutaron una maniobra de distracción con una flota secundaria que voló hacia el Pacífico. La ofensiva real se dirigió, en silencio, hacia Irán.
El 17 de junio, Trump ya había tomado la decisión. No obstante, continuó su diplomacia amenazante con publicaciones como: “Ahora tenemos el control total y absoluto de los cielos de Irán” y “¡rendición incondicional!”
Ya no había marcha atrás
Esa noche, los asesores antiintervencionistas asumieron que ya no podían evitar el ataque. Se enfocaron en limitar los objetivos para impedir que la misión escalara hacia una guerra de cambio de régimen.
El vicepresidente JD Vance pareció preparar el terreno para justificar el ataque. En redes sociales escribió:
“Puede que decida que necesita tomar más medidas para poner fin al enriquecimiento iraní. Esa decisión corresponde en última instancia al presidente”, y añadió que Trump “se ha ganado cierta confianza en este asunto”.
El 19 de junio, mientras Trump almorzaba con Bannon y Leavitt anunciaba el supuesto plazo de “dos semanas”, muchos interpretaron que el presidente podía dar marcha atrás. Sin embargo, la declaración ya había sido redactada con antelación. Todo era solo una distracción.
Horas después, Trump dejó la Casa Blanca rumbo a Nueva Jersey para asistir a una cena privada. La señal de distensión fue solo aparente. Esa misma tarde, a las 5:00 p. m., autorizó formalmente el ataque.
Una noche de fuego y bombas invisibles
La operación se ejecutó con precisión milimétrica. Los bombarderos B-2 cruzaron océanos, repostaron varias veces y se reunieron con cazas de escolta antes de entrar en el espacio aéreo iraní. A las 2:10 a. m. del domingo (hora de Irán), lanzaron dos GBU-57 sobre Fordow. En total, desplegaron 14 bombas “rompebúnkeres”, su primera utilización en combate.
Al mismo tiempo, submarinos estadounidenses dispararon 30 misiles Tomahawk contra Natanz e Isfahan. Según el Pentágono, ninguna aeronave encontró fuego enemigo.
Horas después, Trump compareció en la Casa Blanca. Declaró que la operación había “aniquilado de forma completa y total” las capacidades nucleares de Irán. Afirmó que, si Teherán renunciaba a su programa nuclear, el conflicto podría haber terminado allí.
Pero el tono triunfal se desvaneció con el paso de las horas. El propio Pentágono reconoció que, aunque las instalaciones habían sufrido daños graves, no estaban completamente destruidas. JD Vance y el secretario de Estado, Marco Rubio, aseguraron que el objetivo de EE. UU. no era un “cambio de régimen”.
Sin embargo, Trump dejó abierta esa posibilidad cuando escribió en Truth Social:
“No es políticamente correcto utilizar el término ‘cambio de régimen’, pero si el actual régimen iraní es incapaz de hacer a Irán grande de nuevo, ¿por qué no habría un cambio de régimen?”.
Aunque el presidente Trump afirmó que la ofensiva había destruido por completo las capacidades nucleares iraníes, funcionarios estadounidenses señalaron que aún se evalúan los daños.
Fuente: The New York Times.