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viernes, abril 19, 2024

Aquella educación

Debes leer

Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Se trataba de unos libros primorosamente empastados que cayeron en mis manos justo al terminar el año escolar. La escuela los había desechado quizás porque alguien sugirió que había que modernizarse, y que los niños debíamos recibir una educación con un sentido más internacional para que saliésemos, de una buena vez, de la localidad bananera donde nunca pasaba nada. Era un mundo muy estrecho que no iba más allá de los “límites del patio” como rezaban los letreros, que la Tela Railroad Company había sembrado cerca de las Guarumas, como para indicarnos hasta dónde llegaban los linderos de nuestro universo.

Pues aquellos libros que yacían en la morgue literaria de la escuela “Esteban Guardiola”, eran hechos en España; en la España franquista para ser más exactos. Se trataba de una especie de literatura con una alta propensión moralista, en la que se recalcaba la ética de Balmes, la didáctica de Juan Luis Vives y la Ilustración en las letras del padre Feijoo, entre otros. Desde luego, las misivas católicas no podían faltar y se aprovechaba cada espacio destinado a la moraleja, a la fábula (de Esopo, sobre todo) y a la lectura de cuentos populares, para insertar el precepto que a la iglesia le pareciese como aconsejable para la formación espiritual de los niños.

Y esos contenidos, aunque desde el ángulo conservador y tradicionalista que lo veamos, forjaron mentes y corazones, y cincelaron en el alma de una generación nacional, valores y principios de incalculables consecuencias de adhesión y conductas pertinentes con la paz y las buenas costumbres. Porque el respeto, al fin y al cabo, como bien lo exaltaba Kant, es el sentimiento moral por excelencia que obliga a la persona humana –según el genio de Koenisberg-,  a someterse al imperio de la ley y a mantener tolerancia y consideración por los demás.

Para finales de los 60, los cambios sociales, obligaron al ministerio de Educación a sustituir los textos de lectura por otros que reflejaban la pluralidad del mundo, en una época en que la televisión hacía su aparición y la radio portátil facilitaba la comunicación sin necesidad de cables de transmisión. Los textos exhibían la diversidad de las culturas, desde un punto de vista tradicional, en la que se destacaba “Skiold” el rey venido del mar”, una leyenda danesa; “Polifemo” de Armando Palacios Valdés; “Guillermo Tell” y, por supuesto, la mitología de los cuentos orientales sintetizados del original de “Las mil y una noches”.

La pedagogía de la época resaltaba el nacionalismo y el fervor patrio a partir de la gesta descriptiva de los paladines de la independencia de cada país latinoamericano, entre los que sobresalían Morelos e Hidalgo, Simón Bolívar, Sucre, Morazán, sólo por mencionar los más relevantes. Y el terruño local, en las “Lecturas” de Ángel Amador y Rafael Bardales, se hacía sentir en el olor de los pinares, la rusticidad de la campiña hondureña y en la nostalgia del paisaje urbano que evocaba más la añoranza colonial que otra cosa. Todos crecimos con ese recogimiento que nos hizo internalizar en el alma,  la compostura, el orden y la conformidad con el sistema social hondureño.

Ya nada de eso queda, y, visto desde la óptica moderna, algo le ha pasado a esta generación de descendientes nuestros que, si bien gozan de los adelantos tecnológicos más revolucionarios de la historia, parece ser que la abundancia de la información disponible en las redes les ha tornado ignaros, díscolos a ultranza, y, peor aún: inconformes, reacios a la autoridad y disponibles para emprender el caos y la anarquía. Habrá que volver la mirada hacia atrás y ver qué de bueno tuvo aquella educación sesentera de sabor agustiniano, media liberal, media krausista, pero que, de alguna manera, rindió los frutos esperados… hasta que llegaron otros tiempos.

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