Redacción. Se están a punto de cumplir 80 años de una de las peores tragedias nucleares que ha sacudido al mundo: Hiroshima. La bomba lanzada sobre Japón cambió todo y, a pesar del tiempo transcurrido, este día oscuro aún no se olvida.
En un artículo, José Elías Romero Apis explicó a las nuevas generaciones cómo este evento estremeció al planeta entero.
Además de ser la fecha de la tragedia, ese día fue considerado uno de los más largos de la historia mundial. Eran las 8:16 de la mañana del lunes 6 de agosto de 1945 cuando estalló la primera (y hasta hoy única) bomba atómica lanzada sobre seres humanos.

Para la mayor parte de habitantes del mundo, el día empezó, pero para otros lamentablemente no. Mientras el artefacto nuclear llamado Little Boy estallaba, los mexicanos vivían una tarde normal.
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Un cambio mundial
Según detalla el diario Excélsior, ese mismo día jugaron partidos el América, España y Necaxa. Quizá en el Toreo de la Condesa torearon Luis Procuna, Silverio Pérez o Carlos Arruza. Quizá, en el novísimo Hipódromo de las Américas, corrieron Jackstraw, Hyhustle o Gay Dalton.
En Las Américas todo parecía seguir igual, pero no era más que apariencia. Sin embargo, la vida y realidad de los habitantes del tercer planeta habían cambiado para siempre; en cuestión de instantes se transformaron la política, la economía, la guerra, la paz, el equilibrio y la percepción del mundo, además de la concepción misma de la existencia.
El día de Hiroshima no solo marcó a sus habitantes, sino a toda la humanidad, tanto a los que murieron como a los que sobrevivieron a esta tragedia nuclear, así como a aquellos que aún no habían nacido.
II Guerra Mundial
Los eventos de la Segunda Guerra Mundial se precipitaron desde 1945, explica Romero Apis. En junio de 1944, se consumó la invasión de Europa en las costas francesas de Normandía, con lo que comenzó la liberación del continente y la derrota de Alemania.
A principios de abril de 1945, las tropas norteamericanas y soviéticas iniciaron su ingreso en territorio alemán, mientras que la caída de Berlín y el fin de la guerra europea se esperaba en cuestión de días.
Por su parte, Hitler estaba vencido, su ejército destruido y la moral de su pueblo aniquilada. Todo el país estaba desmantelado, y su reconstrucción quedaba bajo potestad de los aliados. Alemania se levantaría sólo con el tiempo y bajo las condiciones que impusieran sus vencedores.
Sin embargo, en el océano Pacífico, la situación era más compleja. Invadir y arrasar Japón no era lo mismo, ya que se trataba de un archipiélago. Sus costas llevaban siete siglos invioladas; sólo Kublai Kan había intentado invadir la costa imperial, pero el viento de Kamikaze se encargó de detenerlo y humillarlo.
Japón
En ese momento, los cálculos militares eran desoladores. Japón jamás podría vencer a Estados Unidos, pero estaba dispuesto a vender su derrota a un precio carísimo. La invasión de las islas niponas no sería como la de las costas de Normandía.
Solo el intento podría costar entre cinco y diez millones de vidas japonesas. El más poderoso imperio del Oriente estaba dispuesto a pagarlas. Pero también costaría un millón de vidas norteamericanas, y el más poderoso imperio de Occidente no estaría tan presto a asumir ese sacrificio. La visión de la vida y la muerte no tenían el mismo significado en Tokio que en Washington.
Así las cosas, el azar a veces introduce complicaciones adicionales. Una de ellas tuvo consecuencias impredecibles. En la balanza del destino, no todas las vidas pesan igual. Algunas tienen un peso factorial equivalente al de miles o millones de seres humanos.

12 de abril de 1945
El 12 de abril un gigante de la historia descansaba en Warm Springs. Tenía preferencia por hacerlo en la casa de una amiga predilecta. Allí se sentía cómodo y tranquilo. Ese era su lugar. Durante la mañana de ese Jueves Santo revisó documentos, conversó íntimamente y almorzó una barbecue.
A las 13:15 se llevó la mano derecha a la cabeza y cayó abatido. En unos cuantos segundos una hemorragia cerebral fulminó mortalmente a Franklin Delano Roosevelt, trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos de América.
Su lugar en la Casa Blanca lo ocuparía el vicepresidente Harry S Truman. Era el nuevo presidente un político de perfil tranquilo y apacible. Nada comparable con su antecesor. No infundía aquella mezcla de temor, inquietud y respeto que Roosevelt transmitía tanto a sus aliados como a sus adversarios.
Esto habría de tener una consecuencia directa en nuestro asunto. Porque a partir de la rendición alemana, firmada el 8 de mayo, se inició entre los aliados el reparto del botín de guerra. El trío de vencedores estuvo integrado, durante la guerra, por José Stalin, Winston Churchill y Franklin Roosevelt, ahora en la paz sucedido por Truman.
Norteamérica
Los augurios no eran venturosos para Norteamérica. En menos de lo que canta un gallo la mesa de reparto emulaba un saqueo. Stalin parecía montarse en Truman. Churchill se deslindaba cautelosamente. Un repentino zarpazo soviético acaparó Polonia, Lituania, Estonia, Letonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumania, Yugoslavia, Albania y la mitad de Alemania.
Pero, por si fuera poco, todavía quedaban en el aire para un incierto futuro Finlandia y Austria. En otros sitios del planeta tendría que decidirse la suerte de África, del Medio Oriente, India, China, Corea y de la Indochina francesa, más tarde conocida como Vietnam. Décadas más tarde seguirían discutiendo por una isla caribeña.
Luto en EEUU
Mientras tanto, regresemos al funeral oficial en Washington. El luto norteamericano se convirtió en fiesta japonesa. Tokio pensó decapitada a la nación enemiga. Japón podría volver a la normalidad a través de una paz negociada, igualitaria y honrosa. El líder odiado y temido había desaparecido. Para los súbditos el sol naciente se instaló la falsa e ingenua idea de que la paz se acercaba y de que desaparecía la posibilidad de la vergüenza.
A los pocos días de iniciado el mandato de Roosevelt, Adolfo Hitler asumió el mando político y gubernamental de Alemania. El americano no tuvo la menor duda que habría guerra en Europa. Lo que en ese momento aún no adivinaban los gobernantes ingleses y rusos, ya era un hecho ineludible e inevitable para la mente de Roosevelt.
La primera pregunta básica que se hizo fue si los Estados Unidos deberían intervenir en esa guerra o tan solo verla como una guerra ajena. La respuesta fue indubitable. Desde luego que de esa guerra saldrían como los dueños de la mitad del mundo. El destino de gloria tocaba a las puertas de Estados Unidos y su presidente no sería el atarantado, miedoso o humanista que le negara el paso o le rechazara sus ofrendas.
La segunda interrogante era consecuencia de la primera respuesta. Si decidieran comprometerse bélicamente, ¿cuándo sería el momento oportuno para inmiscuirse en la conflagración? Su primera respuesta fue ¡no tan pronto! En ocho o 10 años. Tan lento como para que los europeos sumaran 40 millones de muertos.
La guerra
Tanto como para que, en ese entonces, ya no tuvieran comida ni armas ni medicinas ni jóvenes ni esperanzas ni vigor para enfrentársele. Es decir, tan despacio como para que, en su desesperación, los amigos le rogaran su ayuda y los enemigos le suplicaran la paz. Desde luego que el auxilio a unos y la clemencia a otros tendrían un precio exorbitante.
Sólo para entonces desembarcaría en Europa el primer norteamericano, al que nunca le faltó el arma, el parque, el combustible, la medicina, el alimento y, ni siquiera, el cigarro, la golosina o el correo romántico. Además, su país podría sostener su participación en la guerra por 20 años más sin sacrificar, en casa, una sola de sus hamburguesas, de sus cervezas o de sus comodidades. Más aún, gozando de empleo pleno, de más amplias libertades y de muy benéficas transformaciones sociales.
Pero el camino presidencial no era fácil. No todo el pueblo estadunidense quería la guerra, por muy provechosa que fuera. Eso implicaba grandes molestias y sacrificios. Impuestos de guerra, porque las guerras cuestan mucho dinero. Sacrificio de sus hijos, porque las guerras cuestan muchas vidas.
Algo ajeno
Por si fuera poco, la consideraban una guerra totalmente ajena. Que Inglaterra se peleara con Alemania por la invasión de Polonia no tenía sentido alguno para ellos. Su opinión era adversa y el voto de sus congresistas sería negativo.
Pero el ataque japonés a Pearl Harbor le dio a Roosevelt el motivo perfecto para cobrar la terrible lastimadura a Estados Unidos. Japón no había declarado la guerra a este país. Estados Unidos no estaba en guerra contra nadie. El ataque fue sorpresivo y artero. Sin aviso y en el amanecer de un domingo, día de descanso para un país que no está en guerra ni en catástrofe. Por si fuera poco, con un despliegue de fuerza muy grande.
Aquí vale mencionar algo que está en el aire de las suposiciones. ¿Roosevelt sabía o, por lo menos, suponía la posibilidad del ataque? No lo sabemos. La historia, el análisis, la literatura y la cinematografía a veces dicen que sí y a veces dicen que no. Para el caso, fue lo mismo. Siempre se dio por desconocedor y, por lo tanto, como sorprendido.
Declaración
Cordell Hull, canciller de Franklin Roosevelt, atrancó dos horas en su antesala al embajador japonés, antes de recibirlo en la mañana del 7 de diciembre de 1941, a efecto de que fuera extemporánea la declaración de guerra que le entregaría y resultara a mansalva el ataque japonés.
Hull nunca habló de esto. Pero supongo que, en el desayuno mañanero de ese domingo, no se lo dijo ni a su esposa, Rose Witz. Ni que, en unos minutos más, su país sería bombardeado ni que 3,000 de sus soldados morirían por no saber lo que Roosevelt y Hull ya sabían por sus mil espías. Yo creo que todo eso no se lo dijo ni esa mañana ni nunca en la vida.
Con este ataque, Franklin Roosevelt quedó en la más amplia posibilidad de presentar ante su Congreso la declaración de guerra y de pronunciar ante su pueblo uno de los dos discursos más importantes de su carrera política, conocido como El día de la infamia. Su título lo dice todo.
El Congreso de Estados Unidos aprobó la declaración de guerra con una votación unánime.
Los Estados Unidos jamás olvidarían este día. Yo lo menciono porque es muy posible que la bomba de Hiroshima sea una consecuencia emocional, política e histórica del bombardeo a Pearl Harbor.
Transición en 1945
Ahora, regresemos a la transición de abril de 1945. Pensemos, por un momento, en dos presidentes del siglo XX. Todos tenemos presentes las aptitudes de Franklin Roosevelt para el ejercicio de su encargo. Todos conocemos las circunstancias por las que atravesó, desde para sacar a su país de la gran depresión económica y anímica de los años 20 hasta para llevarlo a la victoria militar y política de la Guerra Mundial.
Su inteligencia, su voluntad, su liderazgo, su sensibilidad y su valentía se juntaron con su espíritu eminentemente deportivo y dieron por resultado un guerrero absoluto. En lo político, en lo militar y en lo personal. Pero, por eso mismo, siempre he tenido la idea de que Roosevelt no hubiera ganado la paz ni con la misma facilidad ni con el mismo éxito con los que ganó guerra
Esa obra pacificadora la hizo Harry Truman y creo que no la hubiera logrado Roosevelt. Truman no tenía las cualidades que hemos mencionado de su antecesor. Pero lo superaba en tolerancia, en transigencia y en modestia. Es decir, con ello resultaba más apto para consolidar una paz, así como Roosevelt resultaba más apto para ganar una guerra.
Riesgos
No era, desde luego ni medroso ni indeciso. Tuvo el valor para correr del Ejército a Douglas MacArthur, con todos los riesgos de opinión pública que entrañaba largar a un ya convertido en semihéroe. Y tuvo el valor de bombardear atómicamente al Japón y, con ello, no sólo rendirlo sino, quizá más importante, advertir a Josef Stalin con el único idioma que él entendía.
Roosevelt, como Kennedy, era un hombre carismático, amable, terso, sonriente y agradable. Pero dentro de él vivía un fuerte espíritu deportivo que constantemente tendía a convertirlo en un guerrero. Truman, como Nixon, era corto, antipático, áspero, brusco y se dice que hasta repugnante. Pero dentro de él vivía un sólido espíritu político que constantemente lo impulsaba a lograr arreglos.
Ello me hace reflexionar en que cada aptitud, virtud, mérito o valor, tienen su muy particular forma de ser aplicados y aprovechados. Porque, en la política todos pueden servir, aunque no estoy diciendo que todos sirvan.
Las tramas que se entrelazaron
Aquí advertimos cómo el destino había tejido en dos tramas que se habían entrelazado. Por una parte, la guerra del Pacífico como evento militar y nada más. Por la otra, el reparto de los equilibrios futuros entre los vencedores como evento político y nada más. Guerra y política, que nunca viven separadas, en ocasiones se enredan y se anudan más allá de lo que corresponde, en derecho o en tributo, a cada uno de los protagonistas.
A los 12 días de haber asumido su encargo, el nuevo presidente norteamericano se encuentra en la Oficina Oval. Por primera vez le informan de un importante asunto en el que el gobierno ha trabajado durante más de dos años con la mayor secrecía ordenada por el presidente Roosevelt.
Su nombre de clave es el de Proyecto Manhattan. Su objetivo, el de crear un explosivo a partir de la fisión del átomo y de la liberación de su energía. Es decir, una bomba atómica. El presidente Truman es informado de que podría contar con ella a partir del mes de julio. En tan solo algo más de dos meses.
Truman se reserva tiempo para meditar. Para hacer sus consultas y para tomas sus decisiones. Le queda perfectamente en claro que esa nueva arma no puede ser considerada tan solo desde el punto de vista exclusivamente militar. Que ello implica una nueva relación con el universo.

Lo complicado
Si el amable lector quisiera abundar en este aspecto tan complicado del acontecer humano me permitiría recomendar la lectura de dos obras fundamentales. El Desafío Mundial, de Jean-Jacques Servan-Schreiber, así como Más Brillante que Mil Soles, de Robert Jungk. También recomendaría la película El Proyecto Manhattan, estelarizada por Paul Newman.
Sería que la situación bélica contra Japón no dejaba otra alternativa. Es decir, que la arrogancia y la insolencia de Stalin no dejaba otra salida para un mandatario que estaba siendo ninguneado por sus aliados y subordinados.
Además, sería que los norteamericanos requerían ver en Truman a un mandatario gigante y decidido al que los había acostumbrado Roosevelt. O que así lo aconsejaron. Puede ser que así se le inspiró. Sería el sereno o todo junto, pero es el caso que tomó la decisión de hacer llegar al gobierno de Tokio un ultimátum que, naturalmente, fue desatendido.
El día de Hiroshima
Así llegó el día de Hiroshima. El indescriptible fenómeno sigue superando todo lo imaginable e impresionando con una brutalidad que sobrepasa toda capacidad humana de comprensión. Tres días más tarde Nagasaki sufrió la misma suerte. Quizá esto fue para cancelar el escepticismo de los enemigos y de los aliados, todos ellos inclinados a pensar que los norteamericanos no podrían repetir su ataque y que no contaban con un verdadero arsenal atómico.
Muchas interrogantes subsisten sobre los motivos determinantes de esa decisión. También sobre los motivos circunstanciales que la impulsaron. Sigue siendo una incógnita el enigma planteado por Zhou En Lai a Nehru y a Nasser sobre si las armas nucleares se hicieron tan solo para matar a los que algunos blancos consideran inferiores.
A los asiáticos, árabes, africanos, oceánicos y a los latinoamericanos. Resolver la duda de si se hubieran atrevido a utilizarla para rendir a Italia y a Alemania como lo hicieron para rendir al Japón. Creo que la respuesta está en Pearl Harbor. No se utilizaría una bomba atómica sobre Berlín ni sobre Roma, porque ni Alemania ni Italia habían traicionado a los Estados Unidos.
Yo soy de los que creo que ningún pueblo se merece Hiroshima, pero también soy de los que creo que ningún pueblo se merece Pearl Harbor. Se dice que el que se lleva se aguanta. Y esto reza para las naciones y los pueblos, para los gobernados y para sus gobernantes, para los vencedores y para los vencidos.
Uno de los más largos
Por eso, el Día de Hiroshima es uno de los más largos de todos los tiempos. Han pasado 80 años y todavía no concluye. Quizá pasen 80 siglos y no habrá terminado. Porque la explosión desencadenada ese día sigue en plena reacción. La deflagración nuclear no terminó en agosto del 45. Apenas entonces se inició. Porque, desde entonces, todos vivimos en la inseguridad atómica. Nosotros y nuestros hijos, y los hijos de ellos y los de todos los humanos que nazcan en el futuro.
La vida de todos siempre estará amenazada por una ojiva nuclear. Ningún político ni politólogo ni gobernante podría asegurarnos, con sensatez, que no moriremos por una explosión atómica. Por alguna que decida un ejército de conquistadores o una pandilla de terroristas. Porque hayamos disgustado a alguien o porque alguien quiera asustar a amenazar a sus verdaderos enemigos bombardeándonos a nosotros.
Las únicas dos bombas que se han utilizado contra humanos iniciaron una explosión que aún no ha terminado. Porque la tercera, la que sigue, ya está fabricada, almacenada y esperando su turno. Podemos estar seguros de que hoy duerme, tranquilamente, en algún depósito silencioso.
Quizá en un silo del subsuelo o la santabárbara de un navío. Puede que en su órbita en el espacio exterior o en en Rusia o en Estados Unidos. En Pakistán o en Corea, tal vez Francia o en Inglaterra. En Irán o en Israel o en la India o en China.
El paso del tiempo
Mientras tanto, el Enola Gay sigue volando. Tampoco su vuelo ha concluido. Tan solo se ha multiplicado. Ahora son miles de ojivas y de botones rojos. También se han multiplicado las manos que los oprimen. En agosto del 45 eran unas cuantas armas. Ahora son veinte, cuarenta, cincuenta mil. En aquel entonces las poseía un solo país.
Ahora las tienen diez conocidas o quien sabe cuántas naciones clandestinas. Las de hace 80 años contenían la modestísima potencia de 18 mil kilotones. Las más insignificantes de la actualidad son 1000 veces más potentes, aunque las hay que igualarían, en una sola explosión, a cinco mil de aquellas primigenias.
Vivimos en un mundo en el que todo cambia a diario para que todo siga igual. Como desde el inicio hasta el final de los tiempos, siempre habrá naciones que quieran lo de las otras. Como siempre, también habrá quienes no quieran rendirse. Tal como es la costumbre, habrá algunos a quienes haya que amenazar y amedrentar.
Nos tocó vivir en un mundo muy inquieto y muy inestable. En un mundo muy revuelto y muy complicado, muy ruidoso y escandaloso. Donde el único lugar en el que reina el orden, la tranquilidad, el silencio, la serenidad, la paciencia y la paz, es en los depósitos nucleares.
Fuente: José Elías Romero Apis a través de Excélsior.