Opinión de Luis Luna: No necesitamos una Honduras más segura

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Honduras
Por: Luís Luna Jr. Predicador hondureño
Luís Luna Jr.
Predicador hondureño

REDACCIÓN. Algunos años atrás me encontré sirviendo de voluntario en la construcción de un orfanato. Un hombre de buen corazón donó tierra para usarla como relleno y mi tarea era moverla.

El problema es que la noche anterior llovió y lo que debía ser una montaña de tierra se convirtió, durante el transcurso de la noche, en un elefante de arcilla. Aquello parecía interminable. Casi imposible. Más al ver que sólo éramos tres hombres con un montón de palas viejas y oxidadas, fue algo abrumador.

Al igual, así nos podemos sentir muchos hondureños al mirar el “mamut” de la cultura de la violencia en la que vivimos. Para los que piensan que exagero, les recomiendo leer la carta que escribió Monseñor Rómulo Emiliani explicando los motivos de su retirada temporal.

El simple hecho que un hombre ejemplar que ha dedicado su vida a obras de justicia y misericordia tenga que retirarse momentáneamente a causa del «lastre» recogido en el camino, como consecuencia de ver el mal en nuestra sociedad, encarnado en forma individual y sistémica, debe significar algo al respecto. Esa carta es un termómetro moral.

Específicamente, del miedo y la ansiedad colectiva como pan diario en las mesas hondureñas. Resultado de la criminalidad rampante en la sociedad.

Los hondureños diferimos en opiniones sobre muchos temas. Por ejemplo, algunos piensan que la educación mejora cuando se abren más escuelas privadas. Otros ven esto como un atentado en contra del derecho a la educación que debe tener la mayoría de la gente.

Algunos consideran que privatizar los servicios públicos, aunque eso signifique costos más altos, trae un mayor beneficio directo al consumidor. Otros lo ven como enriquecer a un sector privilegiado. Así mismo, algunos también creen que la inversión extranjera provee los mejores empleos. Otros no están de acuerdo.

No obstante, hay algo que nos une a todos por igual: la seguridad. Todos los hondureños queremos sentirnos seguros. Sin importar el candidato o el color político por el que votamos en las primarias.

La solución a la violencia en Honduras

La realidad es que queremos caminar por las calles sin la necesidad de estar viendo para todos lados. Indistintamente de la fe que profesemos, queremos usar el transporte público con la certeza que llegaremos vivos a nuestro destino. Sea cual sea el grado de educación que poseamos, no queremos seguir cauterizando nuestras consciencias viendo los detalles de la última masacre.

Según una reciente publicación del ministerio de Seguridad, los índices de homicidios bajaron este año en un 8.5% a comparación con el mes de marzo del año 2016.

También, en la última visita del Presidente Hernández a Estados Unidos, el departamento de Estado reconoció la labor del gobierno hondureño por su lucha contra la criminalidad. Algunos recibieron estas noticias con júbilo y alegría, ya que, según ellos, esto fortalece la narrativa que la administración actual está cambiando el país. Otros la recibieron con dudas y escepticismo, pues no creen en los datos arrojados por la entidad gubernamental.

Cualquiera que sea el caso, es importante admitir, al menos, que no existen respuestas fáciles en cuanto a eliminar la violencia y la delincuencia en un país. Especialmente, en uno tan conflictivo como el nuestro. No hay una bala de plata para ponerle fin a un problema social tan complejo como la criminalidad y las muertes violentas. Ya que las causas son muchas. Y variadas.

Esto significa, entonces, que las propuestas de intervención deben ser multilaterales también. Por eso, la seguridad, en todo el sentido de la palabra, no es algo que compete exclusivamente al estado. En gran medida, todos los hondureños y los diferentes sectores de la sociedad civil somos responsables de construir una Honduras más segura.

La seguridad en Honduras

En primer lugar, las iglesias y los clérigos, sin importar la religión que profesan, deben estar conscientes del alto grado de responsabilidad que cargan. Deben luchar contra la tendencia de que los templos se conviertan en asociaciones que meramente contribuyen a moldear una subcultura alejada de la realidad social.

Las iglesias no son cruceros ni barcos de lujo, su fin no es hacer que el viaje en este lado de la eternidad sea «más cómodo.»

En el mejor de los casos, las iglesias son embajadas representativas de un Reino distinto. Son, o al menos deben ser, comunidades alternativas que luchan para repeler las fuerzas de la anti vida. Que proclaman y encarnan esperanza, paz y orden para la ciudad. Algo que la tradición judía históricamente ha entendido bajo el concepto de «shalom.»

En segundo lugar, nuestras escuelas y centros de aprendizaje también tienen un papel trascendental. El trabajo del educador, de por sí muy noble, significa mucho más que transmitir nombres, fechas, lugares y números. Nuestros niños y jóvenes pasan una cantidad considerable de tiempo en el aula de clases. Por eso, los maestros son artesanos que ayudan a formar las consciencias morales de los educandos. Tal vez esta es la razón por la que el filósofo matemático griego, Pitágoras de Samos, solía decir: «Educad a los niños y no tendréis que castigar a los adultos.»

Y también, cada familia hondureña debe darse cuenta que los hogares, por naturaleza, tienen una identidad bilateral. Por un lado, son una muestra representativa del estado de la nación. Al mismo tiempo que son incubadoras que gestan el futuro de nuestra sociedad.

La violencia, un elefante de gran tamaño

Nuestros hogares revelan el presente al mismo tiempo que moldean el futuro de nuestra Honduras. Mucho podemos señalar a los poderes fácticos por los flagelos continuos que el pueblo recibe. Pero, hay un serio grado de responsabilidad también para los padres que están ahí, pero que en realidad no están ahí. Presentes y simultáneamente ausentes.

Es culpable el hombre cobarde que decide abdicar su papel como líder en la casa y abandona su familia. Al igual que un cargo tiene la madre distraída, más obsesionada por el nuevo filtro para su selfie, que preocupada por ayudarle a su hija con la tarea.

En busca de una solución

Algunos pueden objetar que esto «no es lo suficientemente político» como para generar un cambio sustancial en el núcleo del país. Pero, eso es una muestra que parte del problema radica en nuestro concepto de «activismo político.

«Demasiadas ocasiones pensamos que el involucramiento político se limita a ejercer el voto cada cuatro años (que en muchos casos no es más que un simulacro electoral), a pegar afiches y rótulos en los postes o a protestar a las calles. Pero, esto no es así. Si la política en realidad se define como «el arte y la ciencia de gobernar» entonces, en ese caso, la familia, la iglesia y la escuela son organizaciones que contienen matices de formación política seria. No de politiquería barata expresada en memes y eslogans.

Por eso, uno de los actos políticos más revolucionarios que podemos hacer en contra del status quo es silenciar el smartphone y cenar juntos en la misma mesa. Una de las acciones políticas más desafiantes que podemos llevar a cabo es involucrarnos en la vida de nuestros adolescentes, escuchando lo que sus profesores tienen que decir acerca de su desempeño y actitud en clase y una de las iniciativas políticas más contraculturales que podemos ejecutar es cultivar congregaciones que no ostenten títulos exitosos para impresionar al mundo, sino que sostengan toallas y un lebrillo, dispuestas a lavar los pies del mundo.

Crítica situación en el país

Cualquiera puede percibir esto como una empresa quijotesca, destinada a quedar en el buzón de las frustraciones que implica vivir con el idealismo de querer «cambiar el mundo.»

Pero, no debemos focalizarnos en «cambiar el mundo» (lo que sea que eso signifique). Sino, más bien podemos dedicarnos a trabajar por tener un hogar un poco más funcional. Por levantar comunidades de fe que proclamen y vivan la vía del amor. Y edificar centros de aprendizaje que orienten la brújula moral de nuestros niños y jóvenes. Uno a la vez. Con el pasar del tiempo, tal vez, podremos ver cambios e nuestros barrios, colonias, aldeas y caseríos. Después, en regiones y departamentos enteros. Y puede que sea posible, por qué no, en el país entero.

Aquella vez que me encontré frente a una montaña de arcilla, del tamaño de un elefante, con lo único que me acompañaba siendo una pala vieja y oxidada, me sentí incapaz…y frustrado. De pronto uno de mis amigos me hizo, lo que yo percibí como una de las preguntas más estúpidas y sin sentido en ese momento.

Opinión de Luis Luna

«¿Sabés cómo se come un elefante, Luís?» me preguntó. Yo lo quedé viendo con una mirada perdida, sin saber si usar mi pala para mover el lodo o para golpear su cabeza. «No», le contesté con uno tono seco, como queriendo decir que se pusiera a trabajar y dejara de boberías. «Pues, un elefante se come un bocado a la vez” aseveró.

Es posible que con un hogar a la vez, una escuela a la vez, un colegio a la vez, una iglesia a la vez, una región a la vez, una corte a la vez, una institución a la vez, el país vaya teniendo un nuevo rostro. Porque al final del día, la meta no debe ser que Honduras tenga menos índices de criminalidad. Sino que tenga más evidencias y testimonios de humanidad. Porque una Honduras más humana será siempre una Honduras más segura.

Un bocado a la vez.